lunes, 28 de enero de 2013

La sexualidad femenina

La santa y la puta, esa eterna dicotomía femenina que el imaginario social todavía no ha abandonado. Algunos sexistas reivindican y otros se quejan, sintiéndose discriminados, del pedestal en que a veces es erguida la mujer; pero lo cierto es que ese pedestal es un corpiño de hierro que no eleva a la mujer, sino a la imagen ideal que el imaginario patriarcal proyecta sobre ella: madre abnegada, ama de casa omnipotente, esposa dulce y dócil, mujer “recatada” pero atractiva, etc. En el momento en que desobedece alguno de los mandatos sociales que pesan sobre su género caerá irremediablemente de ese trono para ser tildada como su antagónica: la zorra. 

Y es que zorra o puta no es más que aquella mujer que se niega a cercenar su sexualidad en el papel pasivo que la sociedad le impone, además, con mandatos contradictorios: si te acuestas conmigo eres una mujer fácil, si no lo haces eres una estrecha; si te vistes de forma provocativa eres una puta, si no te vistes de forma femenina eres una marimacho; si cumples mis fantasías sexuales eres una guarra, si no lo haces eres una aburrida; si no cumples con los cánones estéticos de poco vales, si gastas el tiempo y recursos necesarios para poder cumplirlos eres una superficial, etc. 

Pero ¿por qué, si eres mujer, disfrutar de tu propia sexualidad sin hacer daño a nadie (sino al contrario) merece el vituperio social? Pues, entre otras cosas, por la idea tan antigua y complementaria de esta dicotomía, de que el cuerpo y sexualidad femeninas son un pecado, una tentación hacia el hombre de la que las mujeres son responsables y, como tal, de él han de expiarse. Para los que crean que exagero y son cosas del pasado u otras sociedades, basta reparar en la común culpabilización de muchas mujeres violadas o acosadas: “si es que lo iba pidiendo”, “eso te pasa por emborracharte”, “si no querías acostarte con él no deberías haber flirteado”, “no deberías haber salido sola por la noche”, “¿si no quieres que te digan guarradas para qué te vistes así?”, etc. ¿Acaso el cómo vaya vestida una mujer atenúa o invierte la responsabilidad del acoso o la agresión sexual? ¿Acaso la ebriedad justifica la manipulación o forzamiento de la persona? ¿Acaso la mujer violada es culpable por querer utilizar legítimamente la vía pública sin temer por su integridad? Nunca he oído a nadie decir de un hombre (o mujer) que “iba pidiendo que le robasen” por salir a la calle con ropa cara, o que “iba pidiendo que lo asesinasen” por salir por un barrio conflictivo sin armas para defenderse. Pero la violada “iba pidiendo que la violasen” por atreverse a no ir escoltada y tentar a los hombres con su cuerpo libidinoso por el que los pobres agresores se han visto irremediablemente seducidos, no pudiendo contenerse.


Volviendo a la cuestión inicial, este vituperio de la mujer que pretende hacerla sentir culpable e inferior por incurrir en ciertas conductas sexuales que violan las expectativas de género tradicionales es conocido como slutshaming y, desgraciadamente, no es un comportamiento precisamente minoritario, ni siquiera entre los jóvenes. Gran cantidad de hombres y mujeres censuran a otras mujeres por vestir de forma “provocativa”, ser promiscua o “fácil”, mantener muchas relaciones sexuales, mostrar el pecho o los genitales, disfrutar de alguna práctica sexual fuera de lo común o privado (como realizar cybersexo, sexo en grupo, porno casero, prostituirse…), flirtear o hasta por masturbarse, como se ve en las numerosas imágenes y bromas que circulan por todas las redes sociales (1), (2), (3), (4), (5), (6), (7), (8), (9).

Por supuesto, huelga decir que un hombre que vaya en pantalones cortos y hasta sin camiseta por la calle no “va pidiendo” nada ni pierde un ápice de respeto, si mantiene muchas relaciones sexuales es un crack, si se desnuda en público es gracioso o valiente, flirtear mucho o masturbarse es de lo más normal y realizar porno, sexo en grupo o cobrar por sexo lo convierten en alguien admirable. El peso de la culpa recaerá siempre sobre la que “se abre de piernas”, que será aquella para la cual peligre su estatus de “mujer de verdad”. 

Por último tenemos el popular concepto de friendzone. Para los que desconozcan su significado, hace referencia a una relación platónica en la que uno de los integrantes desea establecer una relación romántica mientras que el otro sólo está interesado en una amistad y, una vez establecida esa “zona de la amistad”, se supone que la relación suele estancarse ahí y es difícil hacerla avanzar hacia el romance. Cuando se habla de friendzone suele ser algo unilateral donde el hombre es amable y considerado esperando convertirse en novio de la mujer mientras que ésta sólo lo ve como un amigo y, a menudo, esas mujeres son culpabilizadas por no sentirse atraídas hacia esos amigos. Nuevamente son tachadas de zorras porque, según parece, las mujeres deberían venderse al mejor postor, en este caso al que sea más amable y caballeroso con ella, correspondiéndole con sexo. Si no premia ese “esfuerzo” que están haciendo por ser buenos con ella con algo más que amistad y/o se siente atraído por otro hombre sólo por su físico, es una completa zorra. Por supuesto, nadie menciona ni le importa que muchos de esos pobres luchadores caídos en la fatídica friendzone han tratado de ganarse a la chica por su atractivo físico, pues es perfectamente entendible que a un hombre sólo le interese una mujer por su físico, al fin y al cabo ¿a qué otra cosa podrían ellas a aspirar más que a ser un bello objeto? es sólo responsabilidad de éstas el vender el trofeo de su belleza al chico más cortés. 

Y es por denunciar todo esto, por rechazar estos prejuicios y concederme el derecho de disfrutar libremente de mi sexualidad, que no veo lógico seguir renegando de un concepto con el que sólo pretenden acortar mi libertad so pena del ostracismo que implica su acusación. Porque antes de que nadie me lo llame ya lo afirmo yo: sí, soy una zorra, ¿y qué? 

domingo, 20 de enero de 2013

Cuestión de modales

De adultismo (que también) quisiera pasar a un tema de adultocentrismo (y de etnocentrismo, de paso): el aleccionamiento de los niños en los códigos de conducta. 

De pequeños se nos educa para seguir las normas sociales: coger el tenedor y el cuchillo de determinada manera, sentarnos de determinada manera, taparnos la boca al bostezar, no estirarnos en la mesa, mentir o callarnos sobre determinadas cosas, pedir perdón, dar las gracias, no eructar en público, etc.; normas sociales que los niños no siguen naturalmente porque, como su nombre indica, no son algo natural (biológico), sino una construcción social. Esto es fácilmente contrastable si conocemos un mínimo de antropología: en Japón es de educación sorber ruidosamente la sopa, en algunas tribus y países árabes eructar después de la comida es señal de cortesía, los inuits consideran ofensivo que los invitados rechacen acostarse con las esposas de los anfitriones, etc. No debemos olvidar, tampoco, que además de esa variable espacial tenemos una variable temporal: gran cantidad de protocolos de nuestra sociedad antes considerados normas de educación son ahora vistos como ridículos y, en consecuencia, ridículos aquellos que pretenden forzar a los demás a que los sigan.

Hago mención a esto, que aparentemente parece tan obvio, como crítica al comportamiento de aquellos (la gran mayoría) que enseñan con prepotencia a los niños la forma correcta de comportarse, es decir, no ya que les enseñen el modo de actuar que es costumbre en esa sociedad y las consecuencias que trae seguirlo y no seguirlo para que éste pueda valorar si le compensa o no, sino que los aleccionan en LA Forma correcta de comportarse, dando por hecho que la suya es errónea y, como adultos y más sabios, han de mostrarle cómo son las cosas. Conste que no estoy hablando de aquí de utilizar o no la violencia, la intimidación, las amenazas, el chantaje, etc. sino simplemente de una idea y una actitud del adulto, implícita o explícita, que puede perfectamente ser mostrada con “benevolencia” y condescendencia (de la mala). 

Es curioso cómo se tacha a menudo a los niños de caprichosos por querer hacer las cosas de una determinada manera o rechazar hacer las cosas de acuerdo a determinado protocolo, sin reparar en que ese protocolo, en muchos casos, no es más que otro capricho arbitrario de los adultos, y de hecho un capricho mucho más abusivo, pues se pretende con él obligar a todos a seguirlo mientras que el niño, generalmente, no obliga a nadie a hacer las cosas de esa forma en que él las prefiere. 


No estoy hablando aquí de casos como ceder el asiento del autobús a alguien aparentemente más débil, compartir, ofrecer ayuda a quien lo necesite, etc. pues ese tipo de cosas no son ya una cuestión de modales, sino de empatía, y como tal me parece muy positivo educar a los niños en ella. Hablo, por tanto, de convenciones más arbitrarias como las ya señaladas. 

Se podría aquí alegar que no seguir las normas de conducta también puede perjudicar a otros que se sienten incómodos con eso, pero no me parece comparable: una mujer en su último trimestre de embarazo (por ejemplo) lleva encima un peso al que no está acostumbrada, se siente seguramente incómoda, cansada y dolorida y encontrará mayores dificultades para caminar y mantenerse en pie, por lo que cederle el asiento cuando creemos que nuestra condición física es mejor me parece más que lógico; una persona que se siente incomodada porque bostecemos sin taparnos la boca o nos estiremos delante de ella no responde más que a un convencionalismo que no afecta a su vida para nada, sino a la nuestra, que limita en pos de una buena educación*. Del mismo modo, algunas personas se sienten molestas y consideran de mala educación las muestras de afecto en público entre dos personas del mismo sexo, una mujer con las axilas sin depilar, una mujer gorda que lleve biquini en la playa, etc. ¿Por qué se reprende al marginado (gordo, homosexual, mujer que no se depila, niño que no sigue un protocolo de educación…) por no integrarse (adelgazar, ocultar su orientación, depilarse, seguir un protocolo) en vez de reprender a los ofendidos por no aceptar la diversidad? No creo que estas discriminaciones sean muy distintas entre sí de acuerdo a lo que estoy reivindicando, a pesar de que algunas respondan a la segregación de un grupo que goza de cierta consideración (mujeres, homosexuales) y otras no tengan siquiera nombre conocido (como la gordofobia). 

Discriminar a alguien por no seguir un protocolo arbitrario me resulta, pues, igual de discriminatorio y perjudicial: discriminatorio con todos aquellos que no se sienten cómodos con los protocolos y perjudicial en tanto que nos alienan mermando la diversidad y, en muchos casos, haciéndonos la vida más incómoda innecesariamente, al rechazar aquello que nos sale naturalmente y con lo que no dañamos a nadie por una convención con la que pretendemos renegar de nuestra “animalidad”. Considero por tanto que debemos enfrentarnos a esa molestia impuesta por los protocolos sociales para normalizarlo y que podamos ser más libres de elegir cómo comportarnos. No pretendo con esto alentar a nadie a hacer nada considerado de mala educación sólo para llevar la contraria y romper los moldes, sino simplemente a que cada uno actúe de la forma en que considera más cómoda sin censurar la forma en que lo hagan los demás, siempre que ésta no dañe directamente a terceros. 

Trataré para finalizar dos casos aparentemente ajenos a esta crítica: los gases y los agradecimientos y disculpas. 

El tema de los gases (eructos y pedos) es controvertido por el tabú escatológico que recae sobre él. Aparentemente entraría dentro de esas “cuestiones de empatía” pues no son algo arbitrario ya que provocan verdaderamente, en algunos casos, un malestar olfativo a los demás. No obstante, nunca he oído/leído a nadie considerarlo desde el otro lado: cuando tenemos gases es debido muchas veces a una mala digestión y, en la mayoría de los casos, liberarlos puede aliviar a la persona de un malestar en mayor o menor grado. Por otra parte, excepto en los casos en que estemos encerrados en un recinto pequeño y sin ventilación (como un ascensor) no es difícil escapar de un mal olor, que no duraría en cualquier caso más que unos pocos segundos. Por todo esto, ¿realmente es más perjudicial un instantáneo malestar olfativo (que no siempre es así) que un dolor de tripas? Yo creo que en la gran mayoría de los casos la incomodidad del segundo es mayor que la del primero, que en su mayoría considero comparable a la incomodidad de aquel que se ruboriza ante una mujer gorda en biquini o sin depilar o una muestra de afecto homosexual, como ya he expuesto. Por otra parte, creo que ese malestar olfativo no deja de ser, al menos en parte, una cuestión cultural, pues que yo sepa (corregidme si me equivoco) somos el único animal al que le desagrada el olor de su orina/heces así como su propio olor corporal, que enmascaramos a toda costa (y que no se oculta y se aprecia en muchas otras sociedades). 

La crítica a las disculpas y agradecimientos es bastante más parcial. No me parece malo ni perjudicial, sino al contrario, que se dé las gracias y se pida perdón. Lo que me parece absurdo es que ese protocolo (como tantos otros) se convierta no en una muestra de nuestra gratitud o arrepentimiento, sino en una palabra vacía y falsa. Me refiero con esto a, por ejemplo, todos aquellos padres que obligan a sus hijos a decir “gracias” o “lo siento” cuando les regalan algo o hacen daño a otro ¿Cómo se supone que se puede obligar a alguien a agradecer o sentir algo? Una cosa es que los padres les enseñen empatía y el significado de esas palabras y los alienten a utilizarlas cuando las sientan, y otra cosa es que les enseñen a mentir obligándoles a decirlas por educación cuando quizás no las sientan (y es por cosas como ésta que, aunque no sepa cómo tratar con ellos y por eso los evite, prefiero a muchos niños antes que la mayoría de los adultos, mientras aún conservan su ingenuidad y sinceridad sin dobles caras). 

Otro uso del “gracias” que me llama la atención por lo absurdo que me resulta es el de utilizarlo cada vez que te dan una opinión favorable acerca de algo tuyo (y en este “algo tuyo” se incluyen hijos y animales no humanos con los que convivas, curiosamente, relegando en su tutor legal toda la responsabilidad de su personalidad como si ellos no tuvieran voluntad propia), porque ¿qué se supone que se está agradeciendo? Si es el hecho de que nos den una opinión, deberían agradecerse asimismo las opiniones negativas, pero raramente se agradecen y creo que no de la misma forma; entonces ¿se agradece que a esa persona le resultes inteligente, guapa, buena artista, buena profesional…? ¿No tendría más sentido que fuera la persona que ve algo positivo en ti quien te agradeciera tener ese algo positivo? Lo cierto es que tampoco es nada que me moleste, sino una mera reflexión. Quitando que con esto se fortalece la falsedad (se agradecen las opiniones positivas pero has de callarte las negativas, porque son de mala educación), no le veo tampoco mayor problema. 



*Es curioso que primero se eduque a la gente para que se sienta incómoda con determinada acción, para luego alentar a esa gente a que no la realicen por el bien común (el bien de toda la gente que se siente incómoda por esa acción, pues ha sido educada para que así sea).

lunes, 7 de enero de 2013

Adultismo ilustrado: todo para los niños, pero sin los niños

La palabra etarismo hace referencia al prejuicio o discriminación de alguien en función de su edad, ya sea por ser considerado demasiado viejo o demasiado joven. En esta entrada hablaré de ese segundo caso, también denominado adultismo. 

El adultismo es algo tan ampliamente extendido y normalizado que pocos lo reconocerían como una verdadera discriminación, sino que muy al contrario lo consideran el modo correcto y normal de relacionarse con los niños. No quiero decir con esto que la mayoría de los padres no amen a sus hijos: el amor poco tiene que ver con la justicia, al igual que la condescendencia (en su sentido negativo) poco tiene que ver con el verdadero respeto. 


Cuando nacemos en el seno de una familia lo hacemos como propiedades de nuestros padres, si bien con ciertas concesiones legales. Pero igual que a nadie se le exige un “carnet de padre/madre” para tener un hijo biológico, tampoco ha de pasar por controles regulares imprevistos que garanticen un buen ejercicio de esa paternidad. La mayoría de padres y madres que maltratan a sus hijos, ya sea física o psicológicamente, constante o esporádicamente, no son denunciados. Y tampoco es que el destino que les esperaría a éstos en un orfanato (de retirárseles a ambos la custodia y no ofrecerse otro tutor responsable) sea, en muchos casos, mucho mejor. 

Todo esto puede sonar a casos extremos alejados de lo que la mayoría de mis lectores podrían justificar, pero no es necesario irse a las palizas y los abusos sexuales para identificar el adultismo en los comportamientos mayoritarios, como expondré a continuación. 

Los padres, como responsables legales de sus hijos, se ven en muchos casos obligados a no desapegarse de ellos en casi todo el día, con lo que ello implica: los hijos han de ir a donde quieran los padres, visitar a quien los padres quieran que visite, salir y quedar únicamente cuando los padres quieran salir con ellos y a donde los padres quieran llevarlos, comer la comida que los padres quieran que coma, etc. Un adulto puede no querer visitar a un familiar, no ir a determinado lugar o frecuentar otro, odiar determinado plato y no comerlo nunca… y sus preferencias se aceptan y tienen en cuenta, respetando su personalidad. Sin embargo, una niña que no quiera ver a su abuela, salir con sus padres al parque o comer lentejas es automáticamente tachada de caprichosa y, en muchos casos, obligada a hacer lo que sus padres quieran que haga contra su voluntad. Tampoco, en muchos casos, los padres se buscarán la vida para encontrar a gente que pueda llevar a su hijo a donde él quiera ir o hacer con su hijo lo que él quiera hacer cuando ellos, por trabajo, compromisos o mera desapetencia, no quieran o puedan hacerlo. 

Podría parecer que mi empatía hacia los hijos es desproporcionada en comparación con la que tengo hacia los padres, pero no creo que sea el caso: los niños no eligen venir a este mundo ni eligen la situación de dependencia en la que se encuentran. Son los padres los que voluntariamente deciden tenerlos (en caso de que el embarazo sea deseado o se decida voluntariamente continuar con él), por lo que si éstos no son capaces de renunciar a su libertad para tratar de hacer la existencia de su hijo lo más feliz posible, o no tienen los medios suficientes para garantizarlo, no creo que debieran ser padres

Volviendo a la crítica previa, en este trato desigual de los intereses de niños y adultos veo otro gran fruto de esa discriminación: la desacreditación de los intereses y sentimientos de los niños. Los deseos, opiniones, intereses y sentimientos de los niños son a menudo infravalorados por los adultos, amparándose en que lo verán o sentirán de otra forma cuando sean adultos. Y es cierto en la mayoría de los casos, como también es cierto que muy probablemente un adulto de 20 años no opinará y sentirá lo mismo cuando tenga 30, ni uno de 30 cuando tenga 50, ni uno de 50 cuando tenga 80. No creo que la validez de una opinión o sentimiento sea directamente proporcional a la edad de la persona que la emite o a la prolongación de tiempo con la que la mantenga (que puede ser no más que cabezonería), pero en nuestra sociedad, construida por y para adultos humanos en una determinada cosmovisión, las estructuras de pensamiento y modos de afección de los adultos que secundan ese imaginario son los considerados correctos y normativos, por lo que aquellos que no cumplan con esta cosmovisión serán tachados de locos, inmaduros o inferiores (adultos que discrepen, niños y animales no humanos). 

En definitiva, que los sentimientos e intereses de los niños me parecen tan reales y válidos como los de un adulto, al igual que sus juicios aseverativos. En este último caso, cuando creamos que por falta de experiencia o conocimiento el niño pueda no tener en cuenta determinados factores lo propio es, con el mismo respeto que hacia un adulto, tratar de explicárselos teniendo en cuenta sus limitaciones, pero no recurrir por comodidad al manido argumento de autoridad. “Porque yo lo digo” o “porque soy tu padre/madre” son “argumentos” a menudo utilizados para callar bocas por medio de la prepotencia y la intimidación y ahorrarnos una explicación. Cuando un niño muestra su descontento replicando ante una de estas imposiciones se le acusa de “contestar” a sus padres, como señalando una gran falta de respeto por pretender que su interés pueda ser tenido en igual consideración que el de su padre o madre. Creo que huelga aclarar que rechazo esta utilización ilegítima de una posición de poder y esta subordinación de intereses. 

Las mentiras son otra común constante en nuestra relación con los niños: se les miente acerca de Papá Noel, la muerte, el ratoncito Pérez, el sexo y básicamente todo aquello que creamos que pueda ilusionarlo o que nos cueste explicarle. Entiendo que determinadas cosas sean difíciles de entender para un niño (la muerte, el sexo…), pero no que eso justifique en ningún caso la mentira, sino tan sólo una explicación más superficial, adaptada a la capacidad y el interés que muestre el niño o niña. También puedo entender que alguien no vea la mentira como algo negativo siempre que a la persona engañada esa mentira le pueda traer felicidad. La cuestión es que la mayoría de la gente que utiliza este argumento para mentirle a los niños acerca de Papá Noel, los reyes, el ratoncito Pérez o los unicornios no lo aplica para con los adultos, pues se dice a menudo que las personas merecen saber la verdad, aunque duela, y no vivir engañadas ¿a qué, entonces, esta distinción? ¿Por qué no mentir a un adulto sobre la muerte de algún ser querido, la explicación de algo que le costará entender o la existencia de cosas que no existen (siempre que resulten verosímiles) para incentivar su imaginación o para ahorrarnos una explicación más compleja? ¿Por qué no mentir a alguien sobre los sentimientos de una persona que le gusta, o hacernos pasar nosotros mismos por alguien interesado por esa persona mandándole mensajes de amor o admiración que la ilusionen? Es probable que se entere algún día de la mentira y llegue la desilusión, pero al fin y al cabo no es distinto a lo que le ocurrirá a los niños y niñas con esas otras mentiras. 

Finalmente está la violencia física y verbal, violencia que, una vez más, se le aplica a los niños en casos que no se justificarían con adultos, por ejemplo cuando un niño o niña comete un error o torpeza (la típica torta, intimidación o humillación verbal por tirar un plato, verter un líquido, romper un jarrón…), cuando no actúa de la forma en que consideramos educada, cuando se niega a hacer algo que queremos que haga, cuando nos replica o cuando nos falta al respeto (¿cuántos adultos justificarían un guantazo a otro adulto por decirle algo que le hiera u ofenda del mismo tipo que lo dicho por el niño?); violencia que, por supuesto, la mayoría considera justificable en determinadas situaciones por parte del padre hacia su hijo (“la situación era tensa”, “fue un calentón repentino”, “una bofetada a tiempo…”), pero inadmisible por parte del hijo hacia su padre. 

Para no alargarme más y finalizar este último punto y la entrada, os invito a un interesante ejercicio de reflexión sobre "esa bofetada a tiempo".